Cuento:LA MÚSICA DEL MAR

Un Cuento de Ana Cuevas Unamuno

Arria3


Entrechocar de espuma y piedra. Crepitar de llamas mínimas encandilando horizontes. Y en medio, Ella, insatisfecha, anhelante, se derrama en un encaje de lágrimas tejiendo ruegos, y soltando murmullos de promesas futuras.
Ensordece la voz el golpe de una ola que alerta a pájaros y almas: un imposible aconteció y ahora el paisaje entero guarda silencio. A lo lejos, muy lejos de la orilla, rompe el silencio un llanto nuevo.
Umika llora con desconsuelo aturdida por el duro crujir de pedregullos, el pulso violento de los pasos y el chirriar de los insectos nocturnos. Boquea ansiosa de sal y solo halla un aire límpido e inmenso. Se ahoga mientras sus delicados oídos que no soportan la grosera polifonía terrestre, olvidan sin quererlo la música que le ha sido propia.
Los ancianos, la oyen a lo lejos, concluyen su ruego y apresurando pasos la descubren y la toman en brazos asombrados ante el insólito regalo de los dioses.
Ya en la casa bajo la luz parpadeante observan el cuerpo menudo, los ojos relampagueantes como esmeraldas nocturnas, los bracitos carnoso y la escamosa cola de pez que remataba el tronco firme de la niña y les arranca suspiros y —¡Oh! ¡Ah!...—espantados. Así, aterrados y ansiosos ante la ofrenda divina le dan una suerte de bienvenida a una vida incongruente con su naturaleza.
Y Umika barbotea sonidos que ni la luz, ni los ancianos, ni ella misma comprenden. La vida ha comenzado para la niña. Una vida que a cada instante la estremece y la hace sentir perdida
El tiempo transcurre aturdiéndola con estridencias insoportables hasta empujarla al mayor de los aislamientos. Solo en el amanecer, cuando el pueblo aún duerme al igual que sus padres adoptivos, se atreve la niña a salir al exterior dejándose mecer en el arrullo lejano de las olas, en el canto de la brisa, y en los gorjeos madrugadores de las aves.
El mar, ese anhelo invisible que habitaba tras los altos muros de la montaña. El mar que solo en sus días de furia alza la voz regalándole a Umika sus melodías llenas de voces desconocidas, ocultándole su imagen, ofreciéndole su música. El mar que habitaba oculto en una caracola encontrada una tarde triste, convertida ahora en su única posición, su talismán, su compañía, e incluso su propia voz. Esa voz que ella reconoce pero no sabe emitir aunque lo intenta.
Umika a solas, canta con sonidos burbujeantes, sonidos acuosos que desbordándose en resonancias y ecos viajeros recorren el espacio regresando a ella convertidos en coros y escalas nuevas. Y es esa música secreta su único consuelo al rascar de los gestos, al tronar de voces, a la cacofonía insoportable de los actos cotidianos.
Al crecer Umika descubre que los sonidos tienen alturas diferentes, por eso solo algunos permiten ser oídos por oídos humanos. Otros, viajan en busca de escuchas diferentes. Umika entonces, desechando tonos que solo admite su tronco y su mente, busca afanosa los otros, los que ansia su cola y hurga alerta los sonidos que sabe, escucha el perro, también los que escuchan las plantas, atiende al más mínimo ondular de la atmósfera. Sin ayuda alguna entiende la sonoridad de cada piedra, tan distintas unas de otras, como distintos son los tonos de las plantas y el canto de las flores. A lo lejos oye el ronronear eterno del seno de la montaña y sabe por sus matices cuando arden velas en sus laderas y cuando se viste la montaña de oscuridad absoluta, y descubre al fin los sonidos nacidos para ella, esos que para otros son solo rincones del silencio.
Las guitarras, los tambores y las flautas del pueblo intentan burdamente conquistar la música del viento, de la tierra, de las aguas y son para Umika heridas profundas por su falta de reverberancia, La música de la tierra se extiende en brazos infinitos que nunca regresan, la música de la caracola ondula, gira, se desliza en remolinos que Umika comprende pues su cola se mece al compás de ellos.
Umika pinta y escucha el roce de las pinceladas sobre la vela, y el frotar del pincel en la tinta, dejando que roces y fricciones construyan las imágenes que su alma busca aunque no crea conocerlas. Umika se encuentra en sus diseños, vibra con el oleaje que traza y se sumerge en la línea de espuma en la que ha pintado, aunque casi invisible, su sueño. Así el trazo se convierte en arrullo que se acrecienta al tiempo que voces nuevas irrumpen en su vida, gritos, llantos, súplicas y ausencias diseñan el mundo fuera de la vela. Un mundo gris, vacío, sordo que de tanto ruido ha perdido sonido, ha destrozado melodías, a olvidado ritmos. Umika entregada en manos de sonoridad grosera, mecida en la jaula que la lleva lejos a fuerza del empuje de las olas y el viento, suelta su último suspiro, abre su pecho y deja que nazca por fin su música de caracola perdida.
Solo entonces el mar reconociéndola como su hija, la reclama.
Entrechocar de espuma y piedra. Silencio nuevo nacido en la montaña. Y en medio, Ella, satisfecha, se derrama en un encaje de notas que tejen nueva vida dónde solo ha quedado el vacío sin recuerdos.
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© Ana Cuevas Unamuno













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