TRÁNSITO

escher_manos

 

 

 

Muriel miró sus manos. Un escalofrío de desazón la envolvió mientras observaba esas manchas recién nacidas que parecían encogerle los dedos y volverlos mustios.

Muchas cosas pueden dar señales del paso del tiempo, pero para Muriel las manchas resultaron una revelación espantosa. Entonces abrió los ojos, los dejó recorrerle la vida, y se vio.

No le gustó lo que vio.

No le gustó nada.

¿Dónde estaba el amor de su vida que no lo pudo encontrar?

¿Dónde las pruebas de que el sacrificio vale la pena?

¿El reconocimiento al esfuerzo?

¿El valor de tener valores?

Arrugas y piel seca. Un talle menos, sequía de esperanzas y ausencia de intereses. Escasez de risas y de lágrimas, las primeras por falta de motivos, las segundas por haberse agotado, resultaron, contra todas su previsiones, las únicas ganancias obtenidas.

Muriel alzó la mirada hasta sumergirla en el espejo que colgaba frente a ella. Esquivó el cabello cano, las arrugas, el temor de hacerse vieja, adentrándose en la chispa que aún titilaba en esos ojos que tanto habían visto. Allí, en la pupila, el espíritu la seguía habitando. Sonrió y la sonrisa equilibró la memoria, despejó las nubes de quejas y lamentos, deslizándola por más gratos recuerdos.

—Un cuento —susurró y sentada junto al fuego desenrolló la trama de la vida vivida.

El amanecer la encontró tejiendo la historia renacida.

©Ana Cuevas Unamuno

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